miércoles, 20 de febrero de 2013

Los amores fáciles 3


Torcuato Arrencio tenía que matarla, cortarle la cabeza, separarla de la médula oblonga y llevársela de una pieza al empresario que pagó, literalmente, por la cabeza de la «pécora infiel», que es como el empresario se había referido a ella.
Pasó poco más de una hora afilando el machete y otras tantas ideando un plan, o algo semejante a un plan, porque Torcuato Arrencio tenía varios cortos en sus conexiones sinápticas. Era un «cabeza dura» que no había tenido la habilidad para «aprender a leer y cuanti’ menos pa’ escrebir», o al menos eso fue lo que la maestra Fulgencia utilizó como argumento, aquella tarde que puso al tanto a la madre de Torcuato de que era una pérdida de tiempo seguir recibiendo al «chamaco» en la primaria de un pueblo carretero y olvidado «a la buena de Dios», de donde Torcuato migró a la edad de dieciséis años, semanas después de que su «madrecita santa» fuera transportada por una tal «chingada» por andar negociando con sus carnes con unos «tales por cuales» que la llenaron de plomo. De tal suerte que las horas que Torcuato Arrencio había invertido en la «ideancia de un plan chingón», no le sirvieron más que para llegar a actos concretos en los que no había más plan que «agarrarla a machetazos así y asá hasta tener su cabeza aquí», y concluyó el enunciado con la mano derecha al frente como si sostuviera la cabeza de una persona hincada, por las greñas.
Camelia Urquizo llegó a la Portales norte «nomás porque Dios es grande». Había salido «por patas», porque, aunque no parecía una asesina, había matado a un «pelao» de un pueblo desangelado y productor de polvaredas, que amenazó con «matarla y meterle toda la verga por el culo». Es evidente que lo que el supuesto «pelao» deseaba hacer era primeramente lo segundo y después lo primero. Camelia no sólo le había sido infiel al «pelao» con su compadre Américo, sino que se había dejado tomar fotos con el «pinche celular del compadre» como si supiera que iba a provocar las concupiscencias de más de un «cabrón», porque lo peor no habían sido las fotos, sino que todo el pueblo se enteró de que Américo «se la metió por el culo» y ese fue el «acabose» porque el supuesto «pelao» a duras penas había conseguido que su Camelia Urquizo le diera dos o tres chupadas «en el fierro» rodeado de pelambres conspicuos y con hedor a rancio. Por eso discutieron y Camelia se vio obligada, por pura defensa propia, a clavarle el cuchillo con el que rebanaba los tomates, en el pecho. No es que Camelia Urquizo fuera «puta con cualquiera», nada de eso, era «putísima» pero no con cualquier «hijo de vecino», sino con «pinchis vatos cabrones», de esos que no se andan por las ramas, de los que tienen la «espalda así y las manos asá» y que tienen «un chingo de lana»: dinero en cantidades más o menos copiosas. Y así era como Camelia había visto a Américo, nomás que «ese pinchi vato» además de casado, era el compadre de su «viejo».
Eran las seis de la tarde, Torcuato iba «forrado de lana». El empresario le había adelantado diez mil pesos en billetes de cien y de doscientos como Torcuato lo solicitó, para que se viera «un chingo de lana». Pagó el doble por la habitación que «está junto a la que acaban de rentar la güera y el pelón», y pidió dos tequilas con limón y sal. Pasó un rato en la habitación, pero no porque Torcuato estuviera esperando una señal o el momento idóneo, sino porque era la primera vez que veía una película porno y quería verla completa antes de «cumplir cabalmente con lo acordado».
Al cabo de una hora y cuarenta minutos aproximadamente, advirtió que los jadeos ya no provenían del televisor sino de la habitación contigua. Sacó el machete de una valija avejentada y maloliente y se dirigió a la habitación vecina ensayando los movimientos del «así y asá». Llamó a la puerta y, después de varios segundos, el hombre calvo la abrió. Torcuato asestó un golpe seco en su calva para después acercarse a la mujer y comenzó con los movimientos «así y asá» mientras la sujetaba de las greñas teñidas sin prestar atención a sus ruegos y a la salpicadera de sangre en la habitación, en la ropa, en las manos y su rostro.
El griterío ocasionó que un par de «cogelones» interrumpieran su actividad malsana y deleitosa, y se asomaran al pasillo, mas al ver que Torcuato era un tipo grandote y de brazos toscos y espalda reciedumbre como la de un toro batido en sangre, volvieron a su habitación sin más. Mas el escándalo también provocó que el encargado del hotel mandara a la mucama a ver «qué chingaos pasaba», y Camelia Urquizo subió mentando madres y agitando las manos en el aire. Cuando llegó al quinto piso y vio «al chingado mastodonte» lleno de sangre y con la cabeza de una «pinchi güerita artificial» en su mano derecha, el «culo se le hizo chiquito», pero no de miedo, sino de imaginar que tremendo animal, también alojaba «tremendo animalón» tras la cremallera.
—¿Te la debía la pinchi güerita, esa?
—Ni la conocía, pero me pagaron pa’ que le cortara la cabeza.
—¿Cuánto?
—Un chingo de lana.
—Ora pues, pélate por esta puerta y me esperas en esa esquina, y Camelia Urquizo señaló desde la ventana del pasillo, la bocacalle que daba a su casa, en la Portales norte.


Francisco de la Rosa
Invitado del Pornorteño
@Franchoros

viernes, 8 de febrero de 2013

Disfuncional



Cuando nos avisaron que habían encontrado el cadáver de mi padre ya tenía casi dos semanas que lo habían matado.
            Lo encontraron cerca de la ciudad de Durango. Estaba amarrado de pies y manos con alambre oxidado, tan apretado que si hubiera sobrevivido probablemente les hubiera perdido. Tenía señas de tortura, tres disparos en el cuerpo y el tiro de gracia en la frente: la firma del narco.
            No nos sorprendió que lo hubieran matado los narcos, era algo que tarde o temprano iba a pasar, en su caso fue más tarde que temprano. Lo que si nos sorprendió es que lo hubieran encontrado tan lejos de Torreón. Él, que no había pasado de ser un simple puchador o halcón en los últimos cinco o seis años, o raterillo de tercera tiempo atrás, de pronto se había convertido en sicario según contaban las chismosas de la cuadra. Chismes que nunca quisimos creer, no por qué lo consideráramos una buena persona, dentro de lo que cabe, sino porque sabíamos que no tenía los suficientes tanates para andar matando gente ni mucho menos para arriesgar su vida.
            Mi jefa lloró cuando lo supo. Lloraba o reía no lograba descifrarlo, Lloró, o rio, durante media hora, no estoy seguro si fue por que en verdad le dolió o por gusto. Yo más bien creo que fue alivio.
            “Sabías que el cabrón de tu padre…”, “No es mi padre”, interrumpí pero no me hizo caso, “…me estuvo engañando desde que empezamos a andar de novios, hasta iba a tener un hijo con una de las güilas de la colonia de dónde vivíamos, pero el muy cobarde hizo que lo abortara. Todas se burlaban de mí, pero yo que podía hacer si ya había nacido Carlos y tú venías en camino, tenía que aguantarme”, calló por unos segundos y después se fue a su cuarto.
            Pasmado, aún, por la noticia me senté en el sillón. En su cuarto, mamá volvía a llorar, también alcancé oír que decía maldiciones y agradecía a Dios. Después, oí el rechinido del baúl dónde guardaba papeles importantes, algunos recuerdos y fotografías. Me asomé a ver si se encontraba bien: había vaciado los sobres de fotografías sobre una parte de la cama, del otro lado estaba contando billetes. “Aquí hay casi cincuenta mil pesos, ten, ve a Durango y te traes el cuerpo de tu padre. Hay que enterrarlo en Torreón”, “Jefa, no mame”, no logre esquivar la cachetada, “no me hables así”, “perdón, jefa, pero ¿por qué tiene que encargarse usted de ese cabrón”, “porque es el padre de mis hijos, y porque es mi esposo”, “ese señor ni es mi padre, ni es su esposo, tienen quince años separados. Qué se haga cargo su vieja en turno. Nosotros no tenemos porque. No se merece nuestro tiempo ni atención. Que lo echen a la fosa común o que se lo echen a los perros, “cállate, no hables así de un muerto, guárdales respeto”, “precisamente, por respeto a los muertos, a mi hermano muerto, digo eso”, “no metas a tu hermano en esto”, “cómo no voy a meterlo si fue por culpa de ese señor, que ahora, usted, hasta quiere homenajear, que Carlos está muerto”.
            Las lágrimas comenzaron a salir de los ojos de mi madre. La abracé y lloré con ella. “¿Por qué tenías que recordarme a tu hermano?”, “perdóneme, jefa”.



Cuando Carlos murió tenía doce años, yo tenía diez y Andrés, creo, siete años. Fue de esas poquísimas veces que nuestro padre quiso demostrar su amor paternal y decidió llevarnos al beisbol. Estuvo muy dadivoso, nos compró lonches de adobada, refresco, papitas, y otras golosinas. Un día que pudo haber quedado en nuestras memorias como uno de los mejores días, terminó siendo una verdadera tragedia. Carlos y yo le pedimos que nos diera a probar de sus cervezas y para nuestra alegría aceptó. “Ta bien, pa’ que vayan aprendiendo que es lo bueno”. Primero yo le di un gran trago, hice muecas, aborrecí el sabor amargo: “guácala, papá, ¿cómo te puede gustar eso? Siguió el turno de Carlos, dio un trago más grande que el mío, y a pesar de que también hizo cara de fuchi dijo que estaba muy rica, que yo era un tonto por no gustarme el sabor, “eso, mijo, enséñeles a sus hermanos como usted ya es todo un hombre”, Carlos puso cara de triunfo. Me enojé y me fui con Andrés y otros niños a gritarle cosas al pollo de Los Algodoneros. Carlos se quedó con él y le siguió dando de su cerveza.
            Al terminar el juego, ni mi padre ni Carlos podían caminar en línea recta, y pos si fuera poco, ya no teníamos dinero para tomar el autobús, así que tuvimos que irnos caminando. Carlos vomitó varias veces en el camino, Andrés y yo nos burlábamos de él.
            Para llegar a nuestra casa teníamos que pasar por las vías del tren (ahora las vías están bardeadas en su totalidad y hay un puente para poder llegar del otro lado), y, cómo siempre había algunos trenes detenidos obstaculizando el paso. “El que llegué al último huele a huevo podrido”, gritó Andrés mientras trepaba el primer vagón, “no vale pasar por debajo, Andrés”, le contesté porque siempre hacía trampa. Todos lo seguimos corriendo. No era la primera vez que lo hacíamos.
            “Carlos es huevo podrido, Carlos es huevo podrido”, gritábamos y reíamos Andrés y yo. Pasaron unos tres minutos, quizás menos, cuando nos dimos cuenta que Carlos no venía detrás de nosotros. Regresamos corriendo. Lo encontramos convulsionándose entre el segundo y tercer vagón que teníamos que brincar. Al intentar subir al tercer vagón, se cayó, su nuca golpeó contra las piedras. Antes de que llegara la ambulancia había muerto.
            Cuando mamá supo que papá le había dado cerveza, lo corrió de la casa. Nunca sabremos si estando en sus cinco sentidos hubiera logrado brincar los trenes sin problema. Ese día comencé a odiarlo.
            No pasaron ni dos meses cuando ya se había conseguido otra mujer, aunque lo más probable es que ya estaba engañando a mamá desde tiempo atrás con ella; y, desde entonces ha tenido muchas y yo he ganado tres medios hermanos que también lo odian por alguna razón u otra.



“Ten”, y me entrega el sobre, me le quedó viendo, comienzo a enojarme, “Jefa, ¿ese es el dinero que le manda Andrés?”, “Sí. No digas su nombre en esta casa”, “va a seguir con eso. No puede ser que después de tantos años aún siga enojada con él”, “no estoy enojada, estoy… decepcionada”, “Jefa, Andrés es homosexual, no es un asesino o delincuente”, “ojala tu padre lo hubiera matado a él en lugar de Carlos, “cállese, jefa, no diga eso”, “yo digo lo que quiero. Quisiera ver la cara de ese degenerado cuando sepa que su cochino dinero lo usamos para enterrar a su padre”.



Fue hace unos siete años, yo tenía veinte y Andrés estaba por cumplir los dieciocho. Ya le tenía su regalo: le iba a pagar a una puta para que lo desquichara. Justo un mes antes de su cumpleaños nos enteramos que era gay.
            Eran como las nueve de la noche, el sol tenía poco que se había metido. Oí los gritos de mi jefe echando madres: “Chabela, sal, pendeja, para que sepas lo que anda haciendo el joto de tu hijo”. Yo estaba en la esquina chingándome unas caguamas con la banda y traía unos toques de mota encima. Supe que iba armarse un buen pedo. “Los güacho de rato, vatos”, me encaminé a la casa.
            Mi jefe tenía agarrado a Andrés del cuello de su camisa, y le hacía mano de puerco a su brazo derecho. Andrés iba con la cabeza agachada, le escurría sangre de la nariz. Sentí que me hervía la sangre. “Pinche cabrón, ¿qué le hiciste a mi hijo? Ya me mataste a Carlos y ahora me quieres matar a otro hijo”, “cálmate, no seas mamona”, “tu hijo anda de puto”, “¡¿Qué!?”, “Que tu hijo anda de maricón, lo caché besuqueándose con el joto de la estética”. Mi madre puso cara de que no comprendía, de pronto su cara fue de enojo, no la había visto así desde que lo corrió, “¿es verdad, Andrés?”, Andrés no contestó, “contesta, ¿es verdad lo que dice tu padre”, Andrés comenzó a llorar, “él no es mi padre”, dijo sin levantar la cara.
            Mamá se acercó a Andrés, lo tomó de los hombros, “¿es verdad, Andrés”, Andrés seguía sin contestar, sólo seguía llorando, “contesta con una chingada”, lo sacudió. Andrés no contestó. Finalmente, mamá le dio una cachetada, “no quiero verte en la casa, aquí no hay lugar para ti”. Andrés levantó la cara, pero mamá ya se había dado la vuelta. Se dejó caer de rodillas y lloró con más fuerzas. “Me das asco”, dijo mi padre y se fue.
            Por un momento no supe que hacer, me quedé de pie viéndolo, oí el ruido de la puerta de la casa al cerrarse, oí el taconeo de las botas de mi jefe alejándose. Me agaché junto a Andrés, lo abracé y lloré con él.



Por eso estoy aquí en la central de camiones, tratando de decidir qué hacer con el dinero. No sé si ir por el cuerpo de Gonzalo, ya no puedo llamarlo padre, o, huir, largarme de esta ciudad y dejar todo, que es muy poco, atrás.
            Tengo dos horas paseándome por las salas, esquivando a gente con maletas, saliendo a fumarme un cigarro. Dos guardias han notado mi presencia, creo que comienzo a levantar sospechas.
            Me acercó a la taquilla, veo los horarios: está por salir un camión a Durango. La señorita que atiende me sonríe. “Me da un boleto para… Ciudad de México. El primero que salga. Por favor”.

H. R.

sábado, 2 de febrero de 2013

Solo y frío



Estás arrodillado en medio del desierto con el cañón de una AK-47, o quizás una R-15, nunca fuiste bueno para distinguir un arma de otra, en tu frente. Intentas no llorar pero no puedes, ruegas por tu vida, sabes que no servirá de nada, sabes que es tu fin. La AK-47, o R-15 o lo que sea, la sostiene un hombre joven que bien podría ser tu hermano menor.
            –No tienes ni puta idea del desmadre en que te metiste. A ver, imbécil, dime ¿por qué chingados hiciste eso?
            –No.
            –¿No qué?
            –No… no sé –contestas en voz baja, quizás un poco gangoso por el lloriqueo.
            –¿¡Qué!? No te oí, pendejo. Habla más recio, ¡como hombre! ¿Eso es lo que eres, no? Compórtate como el machito que hace rato eras, y contesta con güebos ¿qué chingados estabas pensando cuando decidiste meterla la verga a mi vieja?
            –No sé –dices controlando tu voz, aun moqueando y con las lágrimas rodando por los cachetes.
            –¿No sé, dices? ¿Eso es todo? ¡No me quieras ver la cara de pendejo –deja de apuntarte con la AK-47, o R-15, en ese momento ya no te importa qué tipo de arma es, lo que te importa es el agujero que puede hacer en tu frente.
            Sientes un golpe en la frente, otro y otro, el hombre te está golpeando con la culata del arma, abriendo tu piel, haciendo que la sangre comience brotar, todo es oscuridad por momentos y sientes la cabeza estallar. Caes al suelo, las piedrecillas se clavan en tu cara, respiras polvo, saboreas polvo.
            Alcanzas ver la bota del hombre cerca de tu cara pero no alcanzas a cubrirte, se rompe tu nariz, cuando vuelve a patearte ya tienes los brazos cubriendo tu cabeza. Te patea en el estómago, dos, tres veces antes de hacerte bolita.
            Se detiene.
            –Levanten al güey –los dos acompañantes, de los cuales ya te habías olvidado, te ponen de pie. No logras mantener el equilibrio y caes de rodillas. Te levantan nuevamente.
            –Ándale, puñetón –dice uno mientras te da una mema.
            –Ora si, puto, me vas a contestar bien o te va a cargar la chingada ¿Por qué… chingados… le… metiste… la verga… a mi vieja? –mientras dice cada palabra te da golpes en el pecho con la punta del cañón.
            Te quedas callado por unos segundos, la sangre baja de tu nariz a la boca y sientes su sabor metálico. Contestes lo que contestes, digas lo que digas, ya eres hombre muerto, lo eras desde el momento en que te bajaste el pantalón y le abriste las piernas a la vieja; pero si vas a morir al menos que sea dejando a este culero con la verga dentro. El pensar eso te causa gracia pero no puedes reír.
            Vas a quebrarte, otra vez, pero tienes una especie de epifanía, revelación, ocurrencia, no sabes cómo llamarlo.
            –Porque se me hizo fácil. Pinche vieja estaba bien buena, y pos aproveché la oportunidad, y allí estaba ella: flojita y cooperando, con las patas abiertas y su panocha pidiendo reata, no es mi culpa que tu vieja sea una puta. ¿Y sabes qué? Si se me presentara la oportunidad se lo haría de nuevo, pero ahora por el culo –dices subiendo el tono de tu voz mientras acercas tu cara hasta la cara del matón.
            –¡Vete a la verga, cabrón! –dice mientras te da un empujón, caes de nalgas. Vuelve a patearte. Sabes que tu hora llegó, sólo esperas que sea rápido y no duela tanto. Los otros dos hombre se le unen, recibo las patas de las botas vaqueras en todo el cuerpo. Sientes como algo dentro de ti se rompe, escupes sangre, arrojas todo lo que tienes en el estómago, tus esfínteres se liberan. Todo es dolor, las imágenes se funden en negro, tú mente comienza a irse.


Ahí estás frente al cuerpo, frente a una de las planchas de la SEMEFO, y en la plancha una de las viejas más buenas que has visto en la vida, una vieja que bien podría salir en la televisión, una vieja que nunca estará a tu alcance, a menos claro que estés forrado en lana o que seas un narco. ¿Por qué esta viejota tenía que andar con un narco, habiendo tanto pinche empresario que la tendría como reina? Te preguntas mientras cortas su blusa, cortas el brássiere, y frente a ti quedan las mejores tetas que has visto en la vida. Son tan duras y suaves al mismo tiempo, recorres la aureola con la yema del dedo, jugueteas con el pezón, lo pellizcas; si ella hubiera estado viva se habría endurecido el pezón, y, quizás, ella hubiera gemido de tan placentero dolor.
            Cortas lentamente el pantalón, tan exquisitamente entallado, y te encuentras un verdadero tesoro: unas generosas caderas, unas nalgas firmes y una diminuta tanga color vino. Recorres los muslos, los chamorros, su piel se siente tan bien. Cortas los listones de la tanga y te quedas con el triángulo de tela que cubría su intimidad, lo llevas a tu nariz, olfateas profundamente y es cuando comienzas a ponerte duro.
            Abres sus piernas para revelar un monte de venus completamente depilado. Posas tu mano, es tan suave al tacto, separas los labios con los dedos, y exploras con dos dedos, encuentras algo de humedad.
            Bajas tu cabeza, hueles, sientes la textura con la punta de la nariz, después con la lengua y saboreas, te agrada el sabor. Sientes, o crees sentir, tibieza. Continuas lengüeteando cuando desabrochas tu cinturón, el pantalón y dejas que se deslice por tus piernas. Como puedes bajas tus calzoncillos, tienes el pene tan duro como un palo, ensalivas la punta.
            Te subes a la plancha y tratas de penetrar el cadáver, se te dificulta, le abres más las piernas.
            –Anda, mi amor, no te va a doler, deja que te la meta bien, no actúes como una santurrona, te va a gustar, no tengas miedo, yo te cuido.
            Al fin lo logras, al principio es difícil el meter-sacar pero poco a poco su panochita va cediendo. Tratas de acomodar el cuerpo para intentar algunas posiciones pero te es muy difícil. Así que continuas con la posición original.
            Mientras la penetras, lames su ombligo, su vientre, sus pechos, la besas en sus labios. Por mucho es la mejor experiencia sexual que has disfrutado. Muy superior a los cadáveres de las viejas gordas y fofas de antes.
            Estás por terminar, no sabes si venirte dentro de ella, en sus tetas, como en las películas porno, o en su boca, quizás a ella le guste comérselos.
            Se abre la puerta de golpe. Tres hombres armados y vestidos como vaqueros entran. Asustado te sales, y te vienes, salpicas su vientre y el monte de venus.
            –¿Qué estás haciendo, hijo de tu pinchemadre? ¡Ya te cargó la verga!


Despiertas, sientes frío. Tu cuerpo es una explosión constante de dolor, a través de tus ojos hinchados observas que ha anochecido, logras ver la luna. Tratas de moverte pero no puedes, tus piernas y brazos están entumidos. Además de que están entumidos, están amarrados, muy apretados. Intentas gritar, tu boca está seca y llena de tierra, sientes un regusto metálico y terroso.
            Estás solo, solo en alguna parte del desierto. Sientes miedo, eso no es lo peor, ni tampoco que te das cuenta que tienes algo encajado en el culo ni que te castraron ni que te estés desangrando poco a poco por la herida. Lo peor es que comienza a hacer frío y estás solo.

H. R.