–¿Cómo ve, pareja, dejamos ir a la ruca? –dijo un policía encapuchado.
–Pos yo diría que sí, pero si no detenemos a alguien el comandante nos
va a cagar –contestó otro policía que llevaba un paliacate con la figura de una
calavera que le cubría la mitad del rostro, además de lentes oscuros.
–Pos sí… pero… la ruca se chingó a estos dos zetones, deberíamos darle
un premio y no meterla a la cárcel… Mejor le decimos al comandante que se
escapó el asesino, que quizás era de los chapulines. Ya sabe, cosas de narcos.
–No chingue, pareja. Bien sabe que el pinche comandante está con los
zetones. Y pues, se va a enterar, de alguna manera se va a enterar.
–¡Suéltenme, pues, pendejos! ¡Ya ni porque yo les estoy haciendo su
trabajo! ¡Porque ustedes no pueden! ¡Les faltan huevos! –gritó una señora desde
la parte de atrás de la patrulla, dónde se encontraba esposada.
–Cállese, señora, no esté chingando, su vida está en juego –contestó
uno de los policías.
–¡¿Y, tú, crees que me importa la vida?! ¿Crees que algo me va a
importar después de que estos dos cabrones, que ves ahí tirados, mataron a mis
hijos?... A mí ya no me importa nada. Lo que quiero es morirme, pero antes
tenía que chingarme a los que se chingaron a mis hijos.
–¿Sus hijos? ¡Ah caray! Esto se oye interesante. Pareja, bájela de la
patrulla.
Mientras que el del paliacate cumplía la orden, el encapuchado encendió
un cigarro.
–A ver, madre, dígame cómo está eso de sus hijos, pero apúrele que ya
no tarda en que lleguen los putos feos(1) y los pinches sorchos, y cuando lleguen
ellos, nosotros ya no vamos a poder hacer nada por usted. Esos güeyes son bien
culeros, sobretodo los pinches sorchos, esos güeyes só la andan violando.
–A mis hijos los mataron estos putos –se separa de la patrulla y patea
uno de los cuerpos que están tirados.
–¿Por qué?
–Pues porque los cabrones de mis hijos se pusieron a vender de esa
chingadera. Yo les decía que no los quería en la casa mientras se dedicaran a
eso, ya era suficiente verlos bien pedos y marihuanos como para que también
tuviera que aguantar a dos delincuentes en mi casa. Los amenacé con denunciarlos,
pero la verdad es que no pude hacerlo, eran mis hijos, ¿si entiende, verdad?
Ahora me arrepiento, si los hubiera denunciado quizás aún estarían vivos… El
caso es que un día les tiré su chingadera en la taza del baño, eran unas veinte
bolsitas. Cuando se dieron cuenta de que les faltaba la droga se pusieron como
locos, revolvieron todo su cuarto. Hasta que uno vino a preguntarme si no había
visto las bolsitas. Cuando les dije lo que había hecho con ellas, comenzaron a
temblar. “Jefa, no chingue, sabe lo que acaba de hacer, nos acaba de matar.
Tenemos que vender esa madre y entregar la lana completa para mañana. Ahora,
¿cómo piensa que le vamos a hacer?” “Eso hubieran pensando cuando se metieron a
vender esa cosa. ¿Para qué, a ver? Si los dos tenían su trabajo, no ganaban
mucho pero era un trabajo decente.” “Mejor cállese, jefa, no le meto un putazo
nomás porque es mi madre, que si no, ya la tendría tirada en el suelo.”
“Atrévete, cabrón, y verás cómo te va a ir con tus tíos.” “Chingue su madre, a
ver, saque su lana, porque si no, nos van a matar a la verga.” “Estás pendejo,
yo no les voy a dar mi dinero”. Se fueron dando un portazo.
«A los dos días, llegaron estos
dos cabrones –vuelve a patear el cuerpo– y se los llevaron. Yo los conocía,
eran amigos de mis muchachos desde que eran niños. Por eso me fue fácil
encontrarlos. No se esperaban que una pinche ruca, como ellos me decían cuando
gritaban que me fuera, que no había sido nada personal, que eran cosas del
trabajo, que mis hijos bien sabían a lo que se habían metido. No se esperaban
que esta pinche ruca trajera un cuete, que esta pinche ruca iba a dispararles,
que esta pinche ruca venía dispuesta a todo, que esta pinche ruca iba a tener
la fortuna de darle a uno en plena cara y al otro en la barriga. No sabían de
lo que es capaz esta pinche ruca.
«Así que si me van a meter en la cárcel, métanme, al cabo que no voy a
vivir mucho tiempo, no quiero vivir más.
–Todo lo que me dice ¿pasó en las Luisas, verdad?
–Sí. De ahí soy.
–Tenga –le entrega la pistola que le había quitado–. Aún anda uno
suelto: el Güili. Usted lo ha de conocer. ¡Chíngueselo! ¡Chínguese a todos esos
hijos de puta!
–Sé dónde encontrarlo.
(1)Forma de decirle a los policías federales.
H. R.
7 de Diciembre 2012
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