Cuando
nos avisaron que habían encontrado el cadáver de mi padre ya tenía casi dos
semanas que lo habían matado.
Lo encontraron cerca de la ciudad de
Durango. Estaba amarrado de pies y manos con alambre oxidado, tan apretado que
si hubiera sobrevivido probablemente les hubiera perdido. Tenía señas de
tortura, tres disparos en el cuerpo y el tiro de gracia en la frente: la firma
del narco.
No nos sorprendió que lo hubieran
matado los narcos, era algo que tarde o temprano iba a pasar, en su caso fue
más tarde que temprano. Lo que si nos sorprendió es que lo hubieran encontrado
tan lejos de Torreón. Él, que no había pasado de ser un simple puchador o
halcón en los últimos cinco o seis años, o raterillo de tercera tiempo atrás,
de pronto se había convertido en sicario según contaban las chismosas de la
cuadra. Chismes que nunca quisimos creer, no por qué lo consideráramos una
buena persona, dentro de lo que cabe, sino porque sabíamos que no tenía los
suficientes tanates para andar matando gente ni mucho menos para arriesgar su
vida.
Mi jefa lloró cuando lo supo. Lloraba
o reía no lograba descifrarlo, Lloró, o rio, durante media hora, no estoy
seguro si fue por que en verdad le dolió o por gusto. Yo más bien creo que fue
alivio.
“Sabías que el cabrón de tu padre…”,
“No es mi padre”, interrumpí pero no me hizo caso, “…me estuvo engañando desde
que empezamos a andar de novios, hasta iba a tener un hijo con una de las
güilas de la colonia de dónde vivíamos, pero el muy cobarde hizo que lo
abortara. Todas se burlaban de mí, pero yo que podía hacer si ya había nacido
Carlos y tú venías en camino, tenía que aguantarme”, calló por unos segundos y
después se fue a su cuarto.
Pasmado, aún, por la noticia me
senté en el sillón. En su cuarto, mamá volvía a llorar, también alcancé oír que
decía maldiciones y agradecía a Dios. Después, oí el rechinido del baúl dónde
guardaba papeles importantes, algunos recuerdos y fotografías. Me asomé a ver
si se encontraba bien: había vaciado los sobres de fotografías sobre una parte
de la cama, del otro lado estaba contando billetes. “Aquí hay casi cincuenta
mil pesos, ten, ve a Durango y te traes el cuerpo de tu padre. Hay que
enterrarlo en Torreón”, “Jefa, no mame”, no logre esquivar la cachetada, “no me
hables así”, “perdón, jefa, pero ¿por qué tiene que encargarse usted de ese
cabrón”, “porque es el padre de mis hijos, y porque es mi esposo”, “ese señor
ni es mi padre, ni es su esposo, tienen quince años separados. Qué se haga
cargo su vieja en turno. Nosotros no tenemos porque. No se merece nuestro
tiempo ni atención. Que lo echen a la fosa común o que se lo echen a los
perros, “cállate, no hables así de un muerto, guárdales respeto”,
“precisamente, por respeto a los muertos, a mi hermano muerto, digo eso”, “no
metas a tu hermano en esto”, “cómo no voy a meterlo si fue por culpa de ese
señor, que ahora, usted, hasta quiere homenajear, que Carlos está muerto”.
Las lágrimas comenzaron a salir de
los ojos de mi madre. La abracé y lloré con ella. “¿Por qué tenías que
recordarme a tu hermano?”, “perdóneme, jefa”.
Cuando
Carlos murió tenía doce años, yo tenía diez y Andrés, creo, siete años. Fue de
esas poquísimas veces que nuestro padre quiso demostrar su amor paternal y
decidió llevarnos al beisbol. Estuvo muy dadivoso, nos compró lonches de
adobada, refresco, papitas, y otras golosinas. Un día que pudo haber quedado en
nuestras memorias como uno de los mejores días, terminó siendo una verdadera
tragedia. Carlos y yo le pedimos que nos diera a probar de sus cervezas y para
nuestra alegría aceptó. “Ta bien, pa’ que vayan aprendiendo que es lo bueno”.
Primero yo le di un gran trago, hice muecas, aborrecí el sabor amargo:
“guácala, papá, ¿cómo te puede gustar eso? Siguió el turno de Carlos, dio un
trago más grande que el mío, y a pesar de que también hizo cara de fuchi dijo
que estaba muy rica, que yo era un tonto por no gustarme el sabor, “eso, mijo,
enséñeles a sus hermanos como usted ya es todo un hombre”, Carlos puso cara de
triunfo. Me enojé y me fui con Andrés y otros niños a gritarle cosas al pollo
de Los Algodoneros. Carlos se quedó con él y le siguió dando de su cerveza.
Al terminar el juego, ni mi padre ni
Carlos podían caminar en línea recta, y pos si fuera poco, ya no teníamos
dinero para tomar el autobús, así que tuvimos que irnos caminando. Carlos
vomitó varias veces en el camino, Andrés y yo nos burlábamos de él.
Para llegar a nuestra casa teníamos
que pasar por las vías del tren (ahora las vías están bardeadas en su totalidad
y hay un puente para poder llegar del otro lado), y, cómo siempre había algunos
trenes detenidos obstaculizando el paso. “El que llegué al último huele a huevo
podrido”, gritó Andrés mientras trepaba el primer vagón, “no vale pasar por
debajo, Andrés”, le contesté porque siempre hacía trampa. Todos lo seguimos
corriendo. No era la primera vez que lo hacíamos.
“Carlos es huevo podrido, Carlos es
huevo podrido”, gritábamos y reíamos Andrés y yo. Pasaron unos tres minutos,
quizás menos, cuando nos dimos cuenta que Carlos no venía detrás de nosotros. Regresamos
corriendo. Lo encontramos convulsionándose entre el segundo y tercer vagón que
teníamos que brincar. Al intentar subir al tercer vagón, se cayó, su nuca
golpeó contra las piedras. Antes de que llegara la ambulancia había muerto.
Cuando mamá supo que papá le había
dado cerveza, lo corrió de la casa. Nunca sabremos si estando en sus cinco
sentidos hubiera logrado brincar los trenes sin problema. Ese día comencé a
odiarlo.
No pasaron ni dos meses cuando ya se
había conseguido otra mujer, aunque lo más probable es que ya estaba engañando
a mamá desde tiempo atrás con ella; y, desde entonces ha tenido muchas y yo he
ganado tres medios hermanos que también lo odian por alguna razón u otra.
“Ten”,
y me entrega el sobre, me le quedó viendo, comienzo a enojarme, “Jefa, ¿ese es
el dinero que le manda Andrés?”, “Sí. No digas su nombre en esta casa”, “va a
seguir con eso. No puede ser que después de tantos años aún siga enojada con él”,
“no estoy enojada, estoy… decepcionada”, “Jefa, Andrés es homosexual, no es un
asesino o delincuente”, “ojala tu padre lo hubiera matado a él en lugar de
Carlos, “cállese, jefa, no diga eso”, “yo digo lo que quiero. Quisiera ver la
cara de ese degenerado cuando sepa que su cochino dinero lo usamos para
enterrar a su padre”.
Fue
hace unos siete años, yo tenía veinte y Andrés estaba por cumplir los dieciocho.
Ya le tenía su regalo: le iba a pagar a una puta para que lo desquichara. Justo
un mes antes de su cumpleaños nos enteramos que era gay.
Eran como las nueve de la noche, el
sol tenía poco que se había metido. Oí los gritos de mi jefe echando madres: “Chabela,
sal, pendeja, para que sepas lo que anda haciendo el joto de tu hijo”. Yo
estaba en la esquina chingándome unas caguamas con la banda y traía unos toques
de mota encima. Supe que iba armarse un buen pedo. “Los güacho de rato, vatos”,
me encaminé a la casa.
Mi jefe tenía agarrado a Andrés del
cuello de su camisa, y le hacía mano de puerco a su brazo derecho. Andrés iba
con la cabeza agachada, le escurría sangre de la nariz. Sentí que me hervía la
sangre. “Pinche cabrón, ¿qué le hiciste a mi hijo? Ya me mataste a Carlos y
ahora me quieres matar a otro hijo”, “cálmate, no seas mamona”, “tu hijo anda
de puto”, “¡¿Qué!?”, “Que tu hijo anda de maricón, lo caché besuqueándose con
el joto de la estética”. Mi madre puso cara de que no comprendía, de pronto su
cara fue de enojo, no la había visto así desde que lo corrió, “¿es verdad,
Andrés?”, Andrés no contestó, “contesta, ¿es verdad lo que dice tu padre”,
Andrés comenzó a llorar, “él no es mi padre”, dijo sin levantar la cara.
Mamá se acercó a Andrés, lo tomó de
los hombros, “¿es verdad, Andrés”, Andrés seguía sin contestar, sólo seguía
llorando, “contesta con una chingada”, lo sacudió. Andrés no contestó.
Finalmente, mamá le dio una cachetada, “no quiero verte en la casa, aquí no hay
lugar para ti”. Andrés levantó la cara, pero mamá ya se había dado la vuelta.
Se dejó caer de rodillas y lloró con más fuerzas. “Me das asco”, dijo mi padre
y se fue.
Por un momento no supe que hacer, me
quedé de pie viéndolo, oí el ruido de la puerta de la casa al cerrarse, oí el
taconeo de las botas de mi jefe alejándose. Me agaché junto a Andrés, lo abracé
y lloré con él.
Por
eso estoy aquí en la central de camiones, tratando de decidir qué hacer con el
dinero. No sé si ir por el cuerpo de Gonzalo, ya no puedo llamarlo padre, o,
huir, largarme de esta ciudad y dejar todo, que es muy poco, atrás.
Tengo dos horas paseándome por las
salas, esquivando a gente con maletas, saliendo a fumarme un cigarro. Dos
guardias han notado mi presencia, creo que comienzo a levantar sospechas.
Me acercó a la taquilla, veo los
horarios: está por salir un camión a Durango. La señorita que atiende me
sonríe. “Me da un boleto para… Ciudad de México. El primero que salga. Por favor”.
H. R.
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