Torcuato Arrencio tenía que
matarla, cortarle la cabeza, separarla de la médula oblonga y llevársela de una
pieza al empresario que pagó, literalmente, por la cabeza de la «pécora
infiel», que es como el empresario se había referido a ella.
Pasó poco más de una
hora afilando el machete y otras tantas ideando un plan, o algo semejante a un
plan, porque Torcuato Arrencio tenía varios cortos en sus conexiones
sinápticas. Era un «cabeza dura» que no había tenido la habilidad para
«aprender a leer y cuanti’ menos pa’ escrebir», o al menos eso fue lo que la
maestra Fulgencia utilizó como argumento, aquella tarde que puso al tanto a la
madre de Torcuato de que era una pérdida de tiempo seguir recibiendo al
«chamaco» en la primaria de un pueblo carretero y olvidado «a la buena de
Dios», de donde Torcuato migró a la edad de dieciséis años, semanas después de
que su «madrecita santa» fuera transportada por una tal «chingada» por andar
negociando con sus carnes con unos «tales por cuales» que la llenaron de plomo.
De tal suerte que las horas que Torcuato Arrencio había invertido en la
«ideancia de un plan chingón», no le sirvieron más que para llegar a actos
concretos en los que no había más plan que «agarrarla a machetazos así y asá
hasta tener su cabeza aquí», y concluyó el enunciado con la mano derecha al
frente como si sostuviera la cabeza de una persona hincada, por las greñas.
Camelia Urquizo
llegó a la Portales norte «nomás porque Dios es grande». Había salido «por
patas», porque, aunque no parecía una asesina, había matado a un «pelao» de un
pueblo desangelado y productor de polvaredas, que amenazó con «matarla y
meterle toda la verga por el culo». Es evidente que lo que el supuesto «pelao»
deseaba hacer era primeramente lo segundo y después lo primero.
Camelia no sólo le había sido infiel al «pelao» con su compadre Américo, sino
que se había dejado tomar fotos con el «pinche celular del compadre» como si
supiera que iba a provocar las concupiscencias de más de un «cabrón», porque lo
peor no habían sido las fotos, sino que todo el pueblo se enteró de que Américo
«se la metió por el culo» y ese fue el «acabose» porque el supuesto «pelao» a
duras penas había conseguido que su Camelia Urquizo le diera dos o tres
chupadas «en el fierro» rodeado de pelambres conspicuos y con hedor a rancio.
Por eso discutieron y Camelia se vio obligada, por pura defensa propia, a
clavarle el cuchillo con el que rebanaba los tomates, en el pecho. No es que
Camelia Urquizo fuera «puta con cualquiera», nada de eso, era «putísima» pero
no con cualquier «hijo de vecino», sino con «pinchis vatos cabrones», de esos
que no se andan por las ramas, de los que tienen la «espalda así y las manos
asá» y que tienen «un chingo de lana»: dinero en cantidades más o menos
copiosas. Y así era como Camelia había visto a Américo, nomás que «ese pinchi
vato» además de casado, era el compadre de su «viejo».
Eran las seis de la
tarde, Torcuato iba «forrado de lana». El empresario le había adelantado diez
mil pesos en billetes de cien y de doscientos como Torcuato lo solicitó, para
que se viera «un chingo de lana». Pagó el doble por la habitación que «está
junto a la que acaban de rentar la güera y el pelón», y pidió dos tequilas con
limón y sal. Pasó un rato en la habitación, pero no porque Torcuato estuviera
esperando una señal o el momento idóneo, sino porque era la primera vez que
veía una película porno y quería verla completa antes de «cumplir cabalmente
con lo acordado».
Al cabo de una hora
y cuarenta minutos aproximadamente, advirtió que los jadeos ya no provenían del
televisor sino de la habitación contigua. Sacó el machete de una valija
avejentada y maloliente y se dirigió a la habitación vecina ensayando los
movimientos del «así y asá». Llamó a la puerta y, después de varios segundos, el
hombre calvo la abrió. Torcuato asestó un golpe seco en su calva para después
acercarse a la mujer y comenzó con los movimientos «así y asá» mientras la
sujetaba de las greñas teñidas sin prestar atención a sus ruegos y a la
salpicadera de sangre en la habitación, en la ropa, en las manos y su rostro.
El griterío ocasionó
que un par de «cogelones» interrumpieran su actividad malsana y deleitosa, y se
asomaran al pasillo, mas al ver que Torcuato era un tipo grandote y de brazos
toscos y espalda reciedumbre como la de un toro batido en sangre, volvieron a
su habitación sin más. Mas el escándalo también provocó que el encargado del
hotel mandara a la mucama a ver «qué chingaos pasaba», y Camelia Urquizo subió
mentando madres y agitando las manos en el aire. Cuando llegó al quinto piso y
vio «al chingado mastodonte» lleno de sangre y con la cabeza de una «pinchi
güerita artificial» en su mano derecha, el «culo se le hizo chiquito», pero no
de miedo, sino de imaginar que tremendo animal, también alojaba «tremendo
animalón» tras la cremallera.
—¿Te la debía la
pinchi güerita, esa?
—Ni la conocía, pero
me pagaron pa’ que le cortara la cabeza.
—¿Cuánto?
—Un chingo de lana.
—Ora pues, pélate
por esta puerta y me esperas en esa esquina, y Camelia Urquizo señaló desde la
ventana del pasillo, la bocacalle que daba a su casa, en la Portales norte.
Francisco de la Rosa
Invitado del Pornorteño
@Franchoros
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